La solidaridad es un valor profundamente arraigado en la Biblia. Más que un simple acto de ayuda, es la expresión viva del amor de Dios manifestado en nuestras relaciones humanas. Cuando hablamos de solidaridad entre hermanos, no solo nos referimos a los lazos de sangre, sino también a la comunidad de fe que Jesús vino a formar. La Escritura es clara: los creyentes son llamados a vivir en unidad, compartiendo cargas, alegrías y necesidades.
La solidaridad nace del amor de Dios
La base de toda solidaridad cristiana es el amor. Jesús dijo:
“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros”
— Juan 13:34
Este amor no es sentimentalismo, sino acción. La solidaridad se convierte en una forma práctica de amar, de hacernos responsables del bienestar del otro.
El ejemplo de la iglesia primitiva
Un modelo poderoso de solidaridad cristiana se encuentra en la iglesia primitiva. En el libro de los Hechos, vemos una comunidad marcada por la generosidad y el compartir:
“Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno”
— Hechos 2:44–45
Este pasaje no solo refleja un momento histórico, sino una actitud de vida: los primeros cristianos comprendieron que la fe no podía vivirse de forma individualista.
Cargar los unos las cargas de los otros
Pablo, en su carta a los Gálatas, exhorta con claridad:
“Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”
— Gálatas 6:2
La solidaridad, entonces, no es opcional. Es un mandato que refleja la esencia de la ley de Cristo: el amor práctico que se manifiesta en tiempos de necesidad, enfermedad, tristeza o dificultad económica.
El cuidado por los más débiles
Santiago habla de una fe activa, que se demuestra en el cuidado al necesitado:
“Si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?”
— Santiago 2:15–16
Este pasaje confronta cualquier espiritualidad desconectada de la acción concreta. Ser solidarios es mostrar una fe viva.
La solidaridad como testimonio
Jesús dijo que el mundo conocería a sus discípulos por el amor que se tuvieran entre ellos (Juan 13:35). La solidaridad es también un testimonio poderoso ante un mundo herido por el egoísmo y la indiferencia. La iglesia solidaria se convierte en un faro de esperanza.
Conclusión
La solidaridad entre hermanos es más que una buena obra: es una expresión del Reino de Dios en la tierra. Vivir en solidaridad es vivir el evangelio. Es asumir la cruz del otro como propia, compartir pan y lágrimas, y ser instrumentos del amor de Cristo.
Que nuestras comunidades de fe sean lugares donde la necesidad no pase desapercibida, donde el dolor sea compartido y donde el amor sea más que palabras.