La de Mania Gritsiv es una historia desconocida hasta el momento y revivida por su hijo, a quien le dejaron el legado de hacerla pública. Fueron en total 344 días en penumbras. Una penumbra tan densa que apenas podía ver su mano delante de su nariz. Mania Gritsiv, quien vivió hasta los 89 años, fue una víctima más de la maquinaria asesina nazi, a la que pudo esquivar, pero que la persiguió durante toda su vida.
Mania, quien en 1943, cuando tenía 15 años, debió huir luego de que se incrementaran las medidas contra los judíos en su pueblo en Ucrania por parte de la Alemania nazi, logró escapar de las tropas de Adolf Hitler y esconderse en una tenebrosa cueva cuya oscuridad marcaría el resto de su vida.
El pueblo fue tomado por asalto por el Ejército alemán en 1941. De inmediato crearon un gueto para los judíos y los identificaban con una estrella de David en sus espaldas. Pero las purgas fueron profundizándose hasta que la situación fue insoportable: fusilamientos masivos y deportaciones a campos de concentración de los cuales nunca volverían.
La decisión la tomó su madre, Etcia Goldberg, quien percibió que no tenían escapatoria, que sus hijos corrían serio riesgo. Fue así como los incluyó en un grupo de unas 40 personas. Dunia, de 12 años, y Marek, de 6, también formaron parte de la arriesgada travesía.
Allí, todos lograron sobrevivir a la masacre de su pueblo. De los 1.000 que lo conformaron, solo sobrevivieron ellos, quienes lograron esconderse en una cueva a 22 metros de profundidad. No había nada de luz. Solo prendían una vela una vez al día para poder contemplar fugazmente la presencia de algo lumínico. Comían casi nada, y debían convivir con las heces de murciélagos por todos lados.
Mania murió este mes. Tenía casi 90 años. Pero nunca logró escapar de esa cueva. La misma que la mantuvo con vida durante la frenética búsqueda del ejército alemán, cuando sus vidas no valían nada. “Mientras viva no podré creer su historia, o entender cómo lo lograron», dijo su hijo, Valery Gritsiv.
Valery tuvo un mandato familiar: narrar al mundo lo vivido por su madre, su abuela —murió en 1979— y sus tíos. “Eran 24 horas de oscuridad, mi madre preguntaría a mi abuelita ‘¿cómo podremos vivir aquí?’. Tenían que guardar velas, estaba tan oscuro que no podían ver sus manos delante de sus rostros. Contaban los pasos para saber dónde estaban», relata el hombre de 65 años.
La única vida que había allí, además de la de los refugiados, era la de los murciélagos. Podían ver sus ojos iluminarse en medio de la nigérrima nada. La única visita extraña que vieron fue una vez que un zorro se apareció frente a Marek, quien se horrorizó.
“Era tan frío que estaban tapados en sus camas todo el tiempo. Podían dormir durante 18 horas cada día, así conservaban energía y no pasaban tanta hambre», recordó Valery.
Cada jefe de hogar cuidaba de su familia en esa minúscula y superviviente comunidad. Y Etcia, viuda desde muy joven, debía cuidar de los suyos sin ningún hombre que la acompañara. Es por eso que se unía a los demás hombres en las salidas nocturnas —cada 15 días— para buscar comida para los suyos. El riesgo de ser encontrados por los nazis era enorme, pero debían sobrevivir. Debían comer. Sus hijos debían comer y bien valía el peligro. “Mi madre siempre dijo que no sabían si volverían. Aun cuando estaba ya grande, no le gustaba quedarse sola», indicó el hombre.
El agua, para los refugiados, fue un “regalo de Dios“, tal como lo describía Etcia. Es que cerca de su pueblo había un lago subterráneo que podía darles lo que tanto necesitaban para vivir, sin riesgo de ser vistos por los alemanes. Luego de determinar que el agua no estaba contaminada, pudieron beber su agua.
La historia de Mania, Dunia, Marek y Etcia fue revelada en las últimas semanas en un nuevo libro titulado 344 días bajo tierra. En Korolówka, la familia debió soportar primero la invasión soviética y luego la nazi. Su padre había muerto de leucemia en 1939 y su madre debió cumplir ambos roles en época de crisis.
Durante la ocupación nazi, hubo un quiebre. Algo que hizo reflexionar a Etcia acerca de que debería tomar medidas más drásticas. Sus hijos estaban escondidos en diversas casas, eludiendo las redadas nazis. Pero ella misma cayó presa cuatro días. Organizó una fuga masiva y supo que no habría vuelta atrás. “Era la única mujer. Le pidió a un guardia si podría usar el baño, y en ese momento, los demás prisioneros atacaron al guardia con sus cinturones de cuero», narró Valery.
Fue allí cuando retornó con sus hijos y comenzaron a idear un refugio seguro cercano para eludir a los genocidas. Encontraron la cueva, la misma donde “veían desaparecer zorros” sin que supieran hacia adónde iban. Sabían que serían tiempos duros, pero era la única salvación. El único milagro que podía gestar con su propio sacrificio. “Era como entrar a una tumba“, dice Valery sobre lo que le contaron una y otra vez su abuela y su madre. Y Mania estaba aterrorizada. Era lógico.
Al principio debieron vivir sobre la tierra, sin nada que soportara sus pesos. Pero luego, los hombres consiguieron la suficiente madera y material como para construir las precarias camas que abrazaría a las familias durante gran parte del día. Los momentos de mayor tensión llegaron cuando una de las entradas fue cerrada. Nadie supo por quién. Pero debieron buscar alternativas para cavar otras salidas sin que los nazis supieran que estaban allí escondidos. Algunos querían salir: sus hijos estaban desnutridos y en muy mal estado. Necesitaban arriesgarse. Pero finalmente fueron convencidos de quedarse.
En abril de 1944 llegó un mensaje. En el interior de una botella que llegó hasta la cueva por medio de un amigo leal. Tenía escrito: “Los nazis abandonaron el pueblo. Están seguros“. La salida de la cueva que los había acogido durante casi un año fue dramática. “Algunas personas reían. Unas mujeres lloraron. Un niño entró en shock al quedar ciego por el sol“, manifiesta Valery en su libro.
Etcia decidió quedarse en Ucrania. Con sus hijos. El resto emigró a los Estados Unidos y Canadá en busca de una nueva vida. Una más segura. Pero tiempo después de su muerte, su nieto Valery —médico— decidió que era tiempo de llevarse a su madre lejos de allí. Lejos del lugar donde había vivido, pero también sufrido tanto. Fue la que más padeció la cueva. Durante toda su vida tuvo pesadillas recurrentes sobre la oscuridad y el temor de no volver a ver a su madre regresar de sus excursiones para cazar o buscar comida.
En sus últimos años, aún con una demencia avanzada. soñaba con esos 344 días de oscuridad. Este mes, tras su partida definitiva de este mundo, fue ella la que logró encontrar nuevamente a su madre para nunca más separarse.
Fuente: www.unidosxisrael.org