La diversidad de credos y el poder de fe la transforman en un lugar único. Un paseo sorprendente y cautivante por este mosaico de culturas en donde muchos creen que “todo empezó”, y otros, que “todo está por comenzar”.
Por Fernando Gomez Dossena
Es Shabbat (el día de descanso del judaísmo) y la calle está desierta. Cae el sol, no se oyen ruidos, todos los locales están cerrados y a lo sumo se asoma a lo lejos algún transeúnte que me dirá enseguida: ¡Shabbat Shalom! ¿Qué hacer en un lugar tan lejano e increíble cuando todo parece haberse detenido en el tiempo? Esa es la pregunta que me hago, sigo caminando con la sensación de que el mundo se acabó (¡y me agarró justo en el lugar más sagrado del planeta!).
Me dirijo a la Ciudad Vieja, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y sitio en dónde se encuentran muchos de los lugares religiosos más importantes del judaísmo, el Islam y el cristianismo. Entre muros el ritmo de Jerusalén comienza a cambiar. Empiezo a escuchar murmullos y pisadas de decenas de judíos ortodoxos que se acercan a mi primera parada: El muro de los lamentos.
Por arte de magia (divina, seguramente) el tiempo comienza nuevamente a correr. Una larga fila para atravesar el control de metales que lleva al Kotel (así llaman los judíos a esta enorme pared) me sorprende, pero no tanto como la cantidad de gente que hay en el espacio de rezo, que está dividido por género. Hay música, cientos de jóvenes orando, cantando y bailando y familias ortodoxas enteras vestidas con increíbles trajes especiales para la ocasión… en fin, todos están celebrando el kabalt shabbat y agradeciendo que el tan esperado día de descanso llegó.
Las fotos están prohibidas y la energía que allí se vive detendría hasta al oriental “más turista” a animarse a un click cual paparazzi. Decido seguir recorriendo. Atravieso las calles angostas de piedra que caracterizan a todos los rincones de la ciudad. Los locales que venden Kipá, Mezuzá, Menorá y demás objetos del judaísmo están cerrados.
En dirección a otro espacio sagrado, La Basílica del Santo Sepulcro, atravieso el barrio islámico. Aquí parece un viernes de los que estoy acostumbrado. La gente está trabajando, haciendo compras hasta que se escucha el llamado a rezar desde las mezquitas. Frases inentendibles, pero magnéticas para mis oídos se atreven otra vez a detener el tiempo: el vendedor de especias al que le estaba regateando una bolsita de curry de Irán, saca una alfombra y se reclina en el suelo para rezar.
Sigo caminando y todo se va transformando (así es Jerusalén), aparecen tímidamente los stands con rosarios, velas y réplicas del niño Jesús. Lo más sorprendente de todo es que no hice ni un kilómetro de caminata y siento que recorrí casi medio mundo o un poco de la historia de la humanidad. La basílica del Santo sepulcro (dónde se crucificó y se sepultó a Jesús) no es tan llamativa como la imaginaba. Pero al entrar me topo otra escena singular: hombres y mujeres que con desesperación frotan sus rosarios, pañuelos y ¡hasta niños recién nacidos! sobre la piedra de la unción, el lugar sobre el cual depositaron al Mesías cristiano luego de haber sido sacado de la cruz. Por dentro, la basílica es casi como Jerusalén.
¿En qué sentido lo digo? La ciudad vieja está dividida en cuatro barrios, el musulmán, el cristiano, el judío y el armenio. Bueno, esta famosa iglesia también comparte sus espacios, pero entre varias vertientes del credo cristiano: los ortodoxos griegos, los armenios (encargados de velar por la entrada al sepulcro y dueños de gran espacio y vistosa decoración), los etíopes, los sirianos ortodoxos, los franciscanos (en representación de la iglesia católica) y los coptos egipcios. Acá dentro se puede visitar lugares emblemáticos de la historia bíblica del Nuevo testamento como la capilla de la Crucificción, el monte Gólgota (donde se lo crucificó) y, claro, el mismísimo Santo sepulcro, al que accedo (tras una larga y desorganizada fila) por el lapso de un minuto y acompañado de cuatro personas, dos de ellas monjas rusas que no paran de rezar en voz alta.
Me resta un stop más para conocer los lugares sagrados de los tres credos que “conviven” -físicamente- en Jerusalén, la visita a la mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la roca. Si bien existen nueve portales para acceder a ese sector, los que no practicamos el Islám podemos entrar sólo dos veces al día y por la puerta de Al-Mughradia, que está construida casualmente sobre el Muro de los lamentos. Otra fila, otro control de métales y algunas preguntas varias sobre mi origen y motivo de la visita me dan la bienvenida al “mundo musulmán”. A la entrada le entregan a las mujeres unas faldas largas de algodón para taparse las piernas, aunque vistan pantalones. La explanada de las mezquitas me impacta por su tamaño, el color de los mosaicos de las cúpulas (el toque diferente al paisaje general de una ciudad en tonos ocre) y su vista. Al estar ubicada en la parte más alta de Jerusalén se ve perfectamente el Monte de los Olivos y la Iglesia de María Magdalena, ambos monumentos fuera de los muros. A los templos no se puede entrar si uno no profesa el islamismo.
Luego de una vuelta por este sector sólo queda perderse en el Cardo. Así se llama el mercado estilo bazar en donde el regateo, el café, el té, las especias y las pashminas son moneda corriente. Por supuesto, que los locales de comida son paradas obligadas para descansar y poder seguir la travesía. Además de los platos típicos de la zona como el hummus, el falafel o el shawarma, llaman la atención las frutillas (sin dudas las más ricas del mundo, que se cosechan en altura como la vid y se riegan con agua salada del Mar Muerto), las granadas (fruta sagrada) y las aceitunas de muchísimas variedades.
Ya con el check list completo de los tres sitios sagrados visitados decido dejar la guía que traje para solo perderme por esos rincones no tan conocidos, pero igualmente atractivos, como los locales de artesanos de pintura armenia, las diferentes estaciones del Vía Crucis que se encuentran en la Vía Dolorosa (para hacer el camino completo hay que armarse de paciencia y algo de buen estado físico), los túneles al costado del Muro de los lamentos -a los que sólo pueden entrar hombres- y la Iglesia del patriarcado griego San Jorge, que como pocas aúna todos los estilos pictóricos que hicieron pie en la ciudad santa.
Jerusalén es una ciudad sin tiempo. Es infinita y por momentos juega a ser un no lugar con todas las letras. Es imposible recorrerla a fondo, porque cada rincón tiene una historia, un significado. Moverse sin rumbo quizá sea la mejor opción. Recomiendo no agarrar ningún mapa, porque además de indescifrable, no figuran muchísimos atajos que valen la pena conocer. Por cualquier emergencia, siempre está el WIFI de Dios en cada barrio.
Jerusalén impacta, conmueve, invita a reflexionar, a cuestionar y a pesar de todo (y me refiero al eterno conflicto entre religiones) a entender al otro. Sin dudas, la energía y la fe interpelan -como fue mi caso- hasta al más agnóstico de sus visitantes.
Belén, Jericó y el Mar Muerto
La excursión dura todo el día y sólo se puede hacer en tour (Tourist Israel es la opción oficial). Lo más sorprendente al subir a la combi es que no hay un guía, sino que en cada una de las paradas será alguien diferente el que nos acompañe. Y al rato de andar el chofer aclara: “Durante el camino vamos a pasar territorios palestinos e israelíes es por eso que no llevamos un guía en el vehículo porque no tiene permitido el paso entre naciones”. E inmediatamente aparece el muro que funciona como límite y los carteles de advertencia y peligro para quienes osen cruzar sin permiso.
La primera parada es Belén (Palestina), ahí visitamos la Iglesia de la Natividad. Debajo está el famoso pesebre que es ¡una gruta con cuatro ambientes! Luego pasamos por Jericó, la ciudad más antigua del mundo y que está dividida en dos: su parte israelí y su costado palestino. Desde allí ya se puede divisar el Mar Muerto. No es un lugar muy bello, pero si estamos ahí hay que ponerse el traje de baño y animarse a la aventura: entre barro (buenísimo para la piel), juncos y granitos de sal que lastiman los pies, me animo a zambullirme (sin meter cabeza debajo del agua) y a flotar.
Para regresar me tomo mi tiempo para probar los productos del Mar muerto. Descreído de su buena reputación, me subo a la combi y en menos de una hora al llegar a Jerusalén nuevamente, me arrepiento de no haberme comprado alguna crema. Son realmente mágicas, casi sagradas.