No hubo una plegaria en donde no se rezara mirando desde los confines del mundo hacia esa tierra. Una sola celebración, donde no añorar el regreso. Un solo día, en donde la canción no se transformara en promesa: “El año próximo, en Jerusalén”.
Por Alejandro Avruj
El doctor Jaim Weizmann fue el químico que se transformó en el primer presidente del Estado de Israel, en 1948. Cuenta la historia acerca del momento en que se encontraba frente a políticos británicos, con el fin de conseguir su apoyo para el sueño del Movimiento Sionista de tener, después de siglos de espera, un hogar en un Estado judío. Un miembro de la Casa de los Lores le preguntó: “¿Por qué ustedes, los judíos, insisten en Palestina cuando existen tantos países no desarrollados donde pueden asentarse de manera más conveniente?”. Weizmann entonces respondió: “Es como si yo le preguntara a usted por qué manejó más de 20 kilómetros para visitar a su madre el domingo pasado, si hay tantas mujeres mayores y solas viviendo en su misma cuadra”.
En el primer siglo de esta era, tras 12 siglos de vida judía en Tierra Santa, aquel país llamado Judea desaparecía. Los romanos destruyeron Jerusalén, su capital, exiliaron al pueblo judío a siglos de peregrinación por el mundo, y cambiaron el nombre de la zona por Palestina, en honor a un pueblo largamente desaparecido hacía más de mil años llamado Filisteos. Desde el dolor por lo perdido y el terror por lo incierto de los siglos, la historia de amor entre esa nación y esa tierra se hizo eterna.
No hubo una plegaria en donde no se rezara mirando desde los confines del mundo hacia esa tierra. Una sola celebración, donde no añorar el regreso. Un solo día, en donde la canción no se transformara en promesa: “El año próximo, en Jerusalén”.
Mil años después de aquel exilio, y mil años antes del regreso, el poeta español Iehuda Levi lloraba desde España con el corazón roto la distancia en su propio cuerpo: “Libi, Libi b’Mizraj, Vaanoji b’sof maharav” (Mi corazón, mi corazón está en el este. Pero yo estoy en el fin del oeste).
Recuerda Weizmann en su autobiografía Trial and Error el momento en que le preguntó al secretario de Exterior inglés, Arthur Balfour: “Mr. Balfour, suponga que yo le ofrezco París en vez de Londres, ¿usted la tomaría?”. Él se paró, me miró y me respondió: “Pero Weizmann, ¡nosotros ya tenemos Londres!”. “Eso es cierto”, le dije, “pero nosotros teníamos Jerusalén cuando Londres era solo un pantano”.
La Declaración Balfour, fechada el 2 de noviembre de 1917, llegó 11 años después de aquel encuentro. Dicha declaración fue una manifestación formal pública del gobierno británico durante la Primera Guerra Mundial, para anunciar su apoyo al establecimiento de un “hogar nacional para el pueblo judío” en la región de Palestina, que en ese entonces formaba parte del Imperio otomano.
Un pueblo sin tierra, sin lugar alguno en el mundo
En Europa del este, se los mantuvo como un chivo expiatorio conveniente para distraer al campesinado de un régimen severo y corrupto, y de la interminable inanición. Atacados por los predicadores locales con gritos de “asesinos de Cristo”, y con la cooperación de la policía, turbas de campesinos asaltaban periódicamente sus aldeas y ciudades asesinando, violando y saqueando.
En Occidente, se jugó un juego mucho más sutil. Se abrió una puerta llamada emancipación, dándoles la bienvenida a participar como iguales en la sociedad liberal. Pero tan pronto como lo intentaron, una segunda puerta invisible, llamada antisemitismo, se cerró de golpe en sus caras. En una era de nacionalismos ardientes, ni siquiera ayudó a aquellos que intentaron convertirse al cristianismo. Si uno no era francés, alemán, austríaco, no tenía lugar. “Estar en otra parte”, escribió el erudito católico Charles Peguy, “es el gran vicio, la gran virtud secreta y la gran vocación de este pueblo”. ¿Qué significa residir en el mundo “en otro lugar”, sin un lugar en el mundo? ¿Qué le hace al alma, qué le hace a una cultura, ser constantemente excluida, prejuzgada, castigada, chivo expiatorio, acusada, demonizada?
Decía Jaim Weizmann, en el año 1936: “Para los judíos el mundo está dividido en lugares donde no pueden vivir, y lugares donde no los dejan entrar”.
El sueño del retorno tan cercano se vio interrumpido por la peor pesadilla. El horror del Holocausto (la Shoá) borraba la tercera parte de la población judía en las cámaras de gas. Pero jamás logró apagar la llama del mensaje eterno de esperanza y renovación.
Se equivocan aquellos que creen que por causa del Holocausto es que se crea el Estado de Israel. Jamás podríamos regalarle semejante premio a Hitler. Israel no existe gracias a la Shoá, sino a pesar de la Shoá. Las promesas de los profetas, los salmos del Rey David, las poesías y plegarias de siglos, y el trabajo incansable de los fundadores del movimiento sionista se hicieron realidad a pesar de tener que recordar y trascender al mismo tiempo a los seis millones de asesinados.
“Estamos aquí para colocar la piedra fundacional de la casa que será el refugio de la nación judía”. Estas fueron las palabras de apertura de Teodoro Herzl en el Primer Congreso Sionista, el 29 de agosto de 1897, en Basilea, Suiza.
Cuatro días después del Congreso, Herzl escribía en su diario: “Si tuviera que resumir el Congreso en una sola frase —la cual debiera cuidarme de no publicar— sería la siguiente: ‘En Basilea, he fundado el Estado judío’. Si yo dijese esto en voz alta hoy, sería burlado con una risa universal. En 5 años quizá, pero de seguro en 50 años, todos podrán percibirlo”. El 15 de mayo de 1948, 50 años y 9 meses después de haber escrito esto, el Estado judío de Israel era un hecho.
Admirando el milagro imposible de explicar que es el Israel de hoy, solo resta imaginar lo que sería Israel si se hubiese fundado sin la devastación y el horror del exterminio nazi.
En estos jóvenes 71 años de historia, el moderno y vibrante Estado de Israel es símbolo de convicción, de sueños realizados, de promesas cumplidas, de profundos actos de amor, patriotismo y orgullo. Edificado desde las cenizas de Auschwitz, transformó sus desiertos en jardines, y esa tierra seca, en un Edén. Como todo país en la Tierra, como nuestra Argentina, como Estados Unidos o Rusia, como España o Venezuela, con sus aciertos y errores. Pero con un indiscutible apego a los valores milenarios de su pueblo: altura democrática, respeto a las minorías, igualdad de género, apuesta a la educación, líder en innovación tecnológica, cuidado de los sitios sagrados de todas las religiones, y fuente de inspiración espiritual, literaria y cultural.
Como dijo el poeta: “La más antigua de las naciones es también la más joven”.
El eterno Jorge Luis Borges le dedicaba esta poesía al joven Estado de Israel en el año 69.
Temí que en Israel acecharía
con dulzura insidiosa
la nostalgia que las diásporas seculares
acumularon como un triste tesoro
en las ciudades del infiel, en las juderías,
en los ocasos de la estepa, en los sueños,
la nostalgia de aquellos que te anhelaron,
Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia,
¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
sino esa voluntad de salvar,
entre las inconstantes formas del tiempo,
tu viejo libro mágico, tus liturgias,
tu soledad con Dios?
No así. La más antigua de las naciones
es también la más joven.
No has tentado a los hombres con jardines,
con el oro y su tedio
sino con el rigor, tierra última.
Israel les ha dicho sin palabras:
olvidarás quién eres.
Olvidarás al otro que dejaste.
Olvidarás quién fuiste en las tierras
que te dieron sus tardes y sus mañanas
y a las que no darás tu nostalgia.
Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
Serás un israelí, serás un soldado.
Edificarás la patria con ciénagas: la levantarás con desiertos.
Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
Una sola cosa te prometemos: tu puesto en la batalla.
El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.
Fuente: Unidos por Israel